• Infórmate, pero sin obsesionarte. Conocer más sobre la enfermedad puede ayudarte a entender mejor lo que está pasando. Saber que ciertas conductas son parte del trastorno (y no algo personal contra ti) puede ayudarte a tomarte las cosas de manera más relajada.
  • Cuida la comunicación. Habla con claridad, sin gritos ni reproches. A veces es mejor esperar a que la persona esté más tranquila para conversar. Escucha más que aconseja, pero tampoco dejes de decir lo que tú piensas.
  • Pon límites con cariño. Es sano poner límites. No se trata de permitir todo por “entender su enfermedad”. El respeto tiene que ir en ambas direcciones.
  • No intentes ser terapeuta. Tu rol es el de familiar, no el de psicólogo/a. Escucha, acompaña, pero no cargues con la responsabilidad de hacer que mejore. Eso le corresponde a los profesionales.
  • Fomenta rutinas y estabilidad. Las rutinas (comidas, sueño, horarios) ayudan a dar estructura y seguridad. No hace falta tener todo controlado, pero sí crear un ambiente lo más predecible posible.
  • Evita discusiones cuando hay mucha tensión. Si ves que la situación se está desbordando, es mejor parar y retomar cuando todo esté más tranquilo. A veces lo mejor que puedes hacer es no escalar el conflicto.
  • Busca momentos agradables juntos. Intenta que no todo gire en torno a la enfermedad. Compartir una película, una comida, una charla sin hablar del problema también ayuda a fortalecer la relación.
  • Pide apoyo y descansa cuando lo necesites. Cuidar cansa. Y no pasa nada si tú también necesitas ayuda o simplemente un rato para ti. No es egoísmo: es tu salud.